1948-05-09,_the_Hall_of_Knights_at_the_Europa_Congress_in_The_Hague

El Congreso de La Haya y el “relato” de Europa, 70 años después

Joxerramon Bengoetxea
(SG EuroBasque, Profesor UPV/EHU, coordinador de ehuGune)

El europeísmo comporta una fe en la integración a futuro. Los vascos y vascas demócratas que, desde el exilio, participaron en mayo de 1948 en el Congreso de La Haya que dio origen al Movimiento Europeo, y fundaron su Consejo Vasco, compartían esa fe europeísta, relacionada con el humanismo, la ilustración, la libertad. Europa era la solución para liberarse del drama de la dictadura franquista que sometía al pueblo vasco. Toda fe se resiente con el análisis racional, pero también impulsa la acción práctica humana para ir más allá de los cálculos racionales y prudentes. Gracias a estos impulsos se persiguen osadas hazañas y gestas, como la integración europea.

Europa futurista

Europa es un proyecto de futuro, construido sobre una visión escueta y esquemática del pasado. La forma de impulsar la integración europea ha reforzado la proyección sobre el futuro, y ha evitado enrocarse en interpretaciones sobre la historia más reciente, colonialismo, genocidio, exterminio, guerras mundiales, guerra fría. Para centrar su visión en el futuro y avivar la fe en la integración, el federalismo europeísta ha recurrido a diversas imágenes, divisas y narrativas, especialmente “los Estados Unidos de Europa”, “la unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa” o la “Federación Europea”. No siempre es fácil deslindar los eslóganes, más propios de una retórica auto-complaciente, de las auténticas narrativas o relatos que legitiman la integración. Los relatos son importantes: narran, explican, legitiman los proyectos colectivos1.

La paz

La primera narrativa poderosa fue la Paz. Europa se concibe como un proyecto de paz, construido sobre las cenizas y los escombros de las guerras. La cooperación continental hecha realidad por la Unión Europea ha consolidado la paz más duradera de la historia del continente, lo que la ha hecho merecedora del premio Nobel de la Paz en 2012. El Congreso de La Haya de 1948 concebía la federación entre pueblos y la unión europea como el antídoto a la dominación por un Estado (la ocupación). Esta narrativa fundacional de la paz sigue siendo válida y vigente hoy, pero el recuerdo de la última “guerra civil europea” se desvanece y las jóvenes generaciones dan la paz por supuesta y consolidada, olvidando que la principal razón de ser de la integración era la paz. Ahora, en mayo de 2018, acabamos de cerrar en Euskadi un episodio negro y violento de nuestra historia.

Subrayemos la dimensión europea del fin de ETA, proceso que comenzó con su alto el fuego definitivo de 2011. Como afirma la Declaración de Arnaga de 4 de mayo de 2018, “es un momento histórico para toda Europa ya que marca el fin del último grupo armado en el continente”. En esta nueva fase post-ETA, la política de la memoria y los relatos dominan la agenda vasca, y es de esperar que no lo hagan a costa de la convivencia. Como bien apunta la citada Declaración, el largo proceso de reconciliación requiere que todas las partes sean honestas sobre el pasado. En cierto modo, la reconciliación en Europa o en España se hizo a costa de la memoria: se miró a un futuro de paz, sin mencionar el incómodo pasado de guerra, dictadura o colonialismo. Este silenciamiento pragmático del pasado se proyectó también, tras la caída del muro de Berlin, sobre la división ideológica y geopolítica europea en un bloque occidental, “libre”, y otro comunista, que caracterizó la guerra fría europea. La adhesión de Europa del Este a la UE se proyectó sobre el futuro, sin reflejar el precario pasado de una “paz” que reposó sobre la co-existencia de sistemas económicos, sociales, políticos y militares. El relato del “fin de la historia” (Fukuyama, 1992) presentó a la Unión Europea como una síntesis perfecta de la libertad occidental: sociedad abierta y economía de mercado.

El mercado

El relato de la paz del Congreso de La Haya bien podía haber llevado a la federación como eje de la integración, pero no fue así: a pesar del léxico de la histórica declaración Schuman de 9 de mayo de 1950 – que veía “el establecimiento de bases comunes de desarrollo económico” como “primera etapa de la Federación europea” – ésta, la federación, sigue siendo una narrativa pendiente. Se impuso la perspectiva inter-gubernamental, y la siguiente tarea, tras la paz, fue la creación de un mercado interior. Este proyecto culmina con el mercado interior de 1992. No minimizamos su significado: un espacio interior donde todos los factores de la economía circulan sin obstáculos es algo casi revolucionario, pues hasta entonces lo máximo que se había soñado era una unión aduanera. Ahora, también los trabajadores podrían desplazarse e instalarse en otros Estados miembros disfrutando de los mismos derechos sociales que los nacionales (no discriminación). La creación de un gran mercado sin aranceles interiores viene a compensar la pérdida de mercados y grandes espacios comerciales que supuso la descolonización. El trato favorable a los productos de las ex-colonias, a sus materias primas, objeto de la Convención de Lomé, aseguraría precisamente esos grandes espacios comerciales sobre los que se construye la riqueza y el bienestar europeos, junto con una política agrícola común que asegura la intervención sobre la producción y los precios – las montañas de cereales y lagos de mantequilla del imaginario euro-escéptico – comiéndose la mitad del presupuesto comunitario.

La ciudadanía

Pero la narrativa del mercado interior o del mercado único propulsada por los Estados miembros y las instituciones comunitarias era fría y poco movilizadora y podía generar desequilibrios y desigualdades. Se atribuye a Jean Monnet la idea de que si tuviera que comenzar de nuevo la integración, empezaría por la cultura (Jacques Delors, L’Europe et la culture, Eurodialog 0/97). El Tratado de Maastricht añadió un doble relato más atractivo y ambicioso: la ciudadanía europea y la política regional (léase, sobre todo, cohesión territorial). Frente a la legitimidad formal de la Unión Europea – las Comunidades Europeas – que reposa sobre la soberanía de los Estados Miembros, los “señores de los Tratados” de los que hablara el Tribunal Constitucional Federal alemán en su sentencia sobre el Tratadoi de Maastricht, emerge un importante discurso que erige a la ciudadanía y a los pueblos – a las regiones – en auténticos sujetos y protagonistas de la integración. La promesa es difícil de materializar pues los gobiernos de los Estados no ceden esa dimensión intergubernamental en ámbitos centrales de su soberanía nacional. Consideramos que la creación de un nuevo instituto como la ciudadanía de la Unión o de un nuevo órgano político como el Comité de las Regiones, con toda su importancia, son operaciones de tipo más cosmético que terapéutico. La política regional tendió a subrayar más la convergencia a través de los fondos estructurales que la subsidiaridad, y la ciudadanía europea se topaba con las líneas rojas de las arcas públicas – la suficiencia económica de los ciudadanos de la Unión para no suponer una carga a los sistemas de asistencia social del Estado de destino.

El euro y la austeridad

La gran ampliación de la década del 2000 hacia la Europa del Este tras la caída del muro de Berlín reverberó la tesis del fin de la Historia: la paz consolidada, el mercado interior más grande del mundo, el triunfo del modelo liberal, la cohesión territorial para eliminar las desigualdades y facilitar la convergencia, el status de ciudadanía europea para poblaciones que hasta hacía poco eran súbditas de regímenes dictatoriales. De aquí se podría haber lanzado la unión política y la agenda federal pues el clima y la coyuntura eran propicios y la Convención para el futuro de Europa, lanzada en Laeken en 2001 y que engendró la fallida “constitución europea”, pudo ser una oportunidad. Pero el proceso de globalización, el impacto de la revolución digital y la ideología neoliberal impulsaron la vertiginosa liberalización de los capitales a escala global, de la mano de la OMC, del FMI o del BM.

Todo este proceso se estaba envolviendo en una nueva narrativa de la integración europea: la unión económica y monetaria, el euro. La palabra clave volvió a ser la “convergencia”, reducción de la deuda y el déficit públicos con el objetivo prioritario de imponer disciplina fiscal, equilibrios

presupuestarios y combatir la inflación. Durante unos años pareció que los criterios de estabilidad se interpretarían de modo suave y flexible. Pero a finales de 2007 estalló la crisis global de los subprime en EEUU, y resultó que la liberalización de los mercados globales de capitales revelaba la falta absoluta de control y de transparencia del sistema financiero internacional. Cuando sus efectos llegaron a Europa, se pudo evidenciar la fragilidad de la Unión Económica y Monetaria. Esta narrativa de la liberalización a ultranza ha llevado a una de las imágenes más crudas de la integración, los rescates a Estados enteros o a sus sistemas bancarios, y las subsiguientes políticas de austeridad. Ello originó una especie de anti-narrativa.

La crisis del sistema financiero se ha extendido al sistema económico en general y la austeridad concomitante, combinada con otros factores geopolíticos como la primavera árabe, la guerra de Siria, la situación en Oriente Medio y en África central, ha generado una auténtica crisis sistémica: económica, social, política y cultural. Las olas de protesta social primero (15-M, occupy movement) y las olas de personas que desde 2015 demandan asilo masivamente en Europa son consecuencia de la austeridad y de esas guerras, hambrunas, desertificaciones provocadas por el cambio climático, persecuciones provocadas por actores violentos, nuevos fenómenos de terrorismo, etcétera. El populismo que empieza a cuajar en Europa y se traduce en Eurofobia, o las propuestas de salida de la UE, el Brexit, son consecuencias directas de estas crisis, y a su vez las acentúan.

Nuevos relatos para Europa

Ante esta crisis sistémica donde aumentan las desigualdades económicas y la exclusión social, la promesa de la estrategia de Lisboa de convertir a la Unión en «la economía del conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, capaz de un crecimiento económico duradero acompañado por una mejora cuantitativa y cualitativa del empleo y una mayor cohesión social» parece una broma. Estas imágenes futuristas difícilmente refuerzan la legitimidad política del proceso cuando falla el output (los resultados, Scharpf: 1999). La forma de compensar este déficit es a través de los inputs (la participación ciudadana en la construcción europea) pero el déficit democrático y federal de la UE, hacen muy difícil esta compensación. Se recurre entonces a relatos legitimadores para dar sentido a todo el proceso y reforzar la doble legitimidad basada en resultados y democracia participativa. En esta crisis sistémica necesitamos nuevos relatos junto a los anteriores:

  • la Europa Social y de los Derechos Humanos
  • la Europa ecológicamente sostenible y responsable (con una dimensión planetaria) y
  • la Europa de la diversidad de culturas y lenguas (recuperar la idea de la federación entre pueblos)

Todo un programa para la agenda europeísta que defiende EuroBasque.

 

1 Esto es precisamente lo que EuroBasque pretende analizar desde 2017. “Nuevas Narrativas para Europa” es el libro que presentamos en esta ocasión (Dykinson, Madrid, 2018)

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